“Luchar” se convirtió también en el eufemismo con el que se denominaban los robos al Estado, dueño y señor de todos los bienes y recursos materiales del país. Esta práctica se generalizó como un virus letal, como una forma de callada resistencia popular frente a un gobierno que, desde sus inicios, jamás respetó la propiedad privada, que explotaba a sus trabajadores pagándoles vergonzosos salarios y ofreciéndoles apenas unas pocas migajas, mientras sus dirigentes no carecían de nada, a costa de este explícito despojo. La justificación popular era simple y se apoyaba en un viejo refrán: “…ladrón que roba a otro ladrón…”
Debo decir, sin un ápice de vergüenza, que durante esta etapa mi familia y yo también “luchamos”, y gracias a ello pudimos sobrevivir a una de las crisis más agudas que ha vivido el país hasta la fecha. Con mi salario de ingeniero y la exigua pensión de retiro de mi padre era imposible afrontar el alto costo de vida de aquella época, porque los escasos productos normados que ofertaba el Estado a precios asequibles no alcanzaban para cubrir las necesidades del mes. Obligatoriamente, había que recurrir al “mercado negro”, donde los precios eran exorbitantes.
Además, en 1993, el máximo líder cubano despenalizó el dólar y se abrieron las primeras tiendas en esa moneda para la población, como parte de las medidas para enfrentar la crisis económica generada por la implosión del bloque soviético. Pero esta medida arraigó aún más las diferencias de clases, dividiendo a la población entre quienes tenían acceso al dólar y quienes no. Desgraciadamente, mi familia y yo estábamos entre estos últimos y, por tanto, tuvimos que “luchar” muy duro para acercarnos al otro grupo.
Entre las muchas cosas que hicimos, recuerdo que mi madre y mi tía, con su innegable habilidad para la costura, comenzaron a confeccionar shorts de vivos colores para niños y jóvenes, los cuales yo me ocupaba de vender en mi centro de trabajo. Esta actividad era toda una proeza, porque con la carencia de telas en las tiendas, mis queridas madre y tía tenían que buscar entre los múltiples retazos que conservaban desde antaño el material adecuado para confeccionar una amplia variedad de modelos. En muchos casos, recurrían a viejas sábanas blancas que teñían para usarlas luego en sus vistosos shorts, los cuales tenían una gran demanda.
También hacíamos golosinas como merenguitos, coquitos, boniatillos y cucuruchos de maní tostado, cuya materia prima yo me encargaba de conseguir en cualquier lugar y a cualquier costo. En esta actividad participábamos todos los miembros de la familia, incluido mi padre, quien era el experto en hacer los famosos cucuruchos de papel, material que “conseguía” en su trabajo, ya que, tras su jubilación, estaba contratado en una imprenta cercana a la casa. De la comercialización de todos esos productos, como siempre, me encargaba yo.
Recuerdo que durante esa etapa tuve una relación amorosa con una muchacha hija de un alto dirigente estatal. Coincidió que, en el período de nuestra relación, nos mudamos de la casa de su madre a un apartamento moderno en el corazón del Vedado habanero, que a mis ojos estaba completamente impecable. Sin embargo, esa no fue la opinión de mi sensible y refinado suegro, quien nos visitó aquella misma noche y encontró varios “defectos”: que el color del juego de baño no combinaba con las losas del piso; que la puerta principal debía ser de hierro y cristal para mayor seguridad; que la meseta de mármol de la cocina debería estar en otra posición más cómoda; que se necesitaba un clóset en el pasillo para guardar los enseres de limpieza, entre otros detalles. Dicho así, sus comentarios podrían parecer inofensivos, pero cuál no sería mi sorpresa cuando, al día siguiente, se presentó en el apartamento una brigada de trabajadores en un camión, con todos los materiales necesarios, para comenzar de inmediato a ejecutar las brillantes recomendaciones del “luchador” de mi suegro.
Mientras tanto, la “lucha” de mi familia y la mía seguía en ascenso. Gracias a ella, pudimos adquirir algunos dólares y acceder a las tiendas en divisas, donde comprábamos productos de primera necesidad. Con los ingresos en moneda nacional, adquiríamos alimentos vendidos en la “bolsa negra” como leche en polvo, aceite vegetal, café, pastas, arroz, granos, pescado y, en ocasiones, hasta carne vacuna. Casi todos estos productos provenían de desvíos ilegales en bodegas y empresas estatales, por lo que el principal suministrador, indirecto e involuntario, era el propio Estado. No hace falta aclarar que todas estas operaciones estaban al margen de la ley, pero eran tan comunes y conocidas que las autoridades represivas solían hacer la vista gorda, permitiendo así que el pueblo pudiera subsistir.
Por supuesto, no todos los “luchadores” se comportaban de la misma forma. Muchos cayeron en la avaricia, aprovechándose de las penurias del pueblo para enriquecerse enormemente. Estos eran conocidos y visibles en los bares y restaurantes más caros de la ciudad, haciendo alarde de joyas, motos, carros y dilapidando grandes sumas en bebidas, mujeres y otros vicios. Individuos como estos, en su mayoría con bajo nivel cultural y conductas que rozaban la marginalidad, proliferaron por todo el país. En ocasiones, cuando su ostentación era demasiado evidente y repudiada, las autoridades realizaban operativos, confiscaban sus bienes y les imponían severas condenas en procesos judiciales expeditos. Pero, al cabo de poco tiempo, todo continuaba como antes.
A finales de los 90, después de muchos esfuerzos poco rentables, mi familia y yo decidimos confeccionar comidas para llevar a domicilio. Con esta iniciativa, logramos mejorar durante un tiempo nuestro estatus económico, aunque no sin mucho sacrificio. En este nuevo “negocio”, todos participábamos con el máximo empeño. Ya existían mercados agropecuarios de oferta y demanda donde podíamos adquirir la mayoría de los productos, y completábamos nuestras compras con artículos adquiridos en las tiendas en divisas, que también se habían multiplicado.
Para hacer las entregas, mi único medio de transporte era una recia bicicleta china, a la que le había hecho adaptaciones con platos y piñones de velocidad, mejorando su eficiencia y disminuyendo el esfuerzo físico en los largos recorridos que abarcaban prácticamente toda la ciudad. Para mejorar nuestros ingresos, hacíamos promociones telefónicas en fechas especiales como el Día de los Enamorados, Día de las Madres, Día de los Padres, Nochebuena y Fin de Año.
Quizás por obligación o quizás por su propia idiosincrasia, el cubano ha sido siempre un “luchador”, y esa característica le ha permitido vivir —y sobrevivir— en las etapas más difíciles, incluso hasta la actualidad. Esto es motivo de reconocimiento y elogio por muchos en el mundo. Su tenaz espíritu de inconformidad ante la adversidad y su capacidad de sacar ventaja de las oportunidades para prosperar le han sido de gran utilidad tanto dentro del país como en el exilio. De ello existen muchos ejemplos, quizá el más sobresaliente sea el de la próspera comunidad cubana en Miami, en los Estados Unidos, que tras su emigración masiva huyendo de las penurias y la falta de libertades después de 1959, ha demostrado su valía y capacidad de desarrollo. Sirva entonces este artículo como un modesto reconocimiento a sus incuestionables valores.
Todo bien explicado,me parece estar viviendo ésa época y viéndote en esa lucha y sacrificio,por tú núcleo familiar..
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