Ese día me encontraba tendido sobre la arena, a orillas de la playa, disfrutando de un reparador descanso tras haber pasado toda la mañana y parte de la tarde jugando cancha en las instalaciones frente al Hotel Marazul, al este de La Habana. De repente, una vieja camioneta norteamericana, marca Chevrolet, se detuvo a escasos metros de donde yo me encontraba. En ella viajaba un grupo de personas ataviadas con ropas ligeras; algunos llevaban pañuelos atados a la cabeza y otros, amplios sombreros de guano.
Rápidamente y en absoluto silencio, descendieron del vehículo y comenzaron a descargar un enorme artefacto construido con tanques metálicos y paneles de planchas de poliespuma, del cual sobresalía un mástil con varias cuerdas atadas. Sin perder tiempo, alzaron aquella “cosa” sobre sus hombros y la llevaron rumbo al mar. Al llegar a la orilla, comenzaron a montarse varias mujeres, mientras los hombres empujaban la estructura mar adentro.
Ante mi sorpresa, y la del resto de los presentes en la playa, fuimos testigos de cómo ese pequeño grupo, subido en lo que pronto identifiqué como una rústica balsa, se adentraba cada vez más en el océano, alejándose rápidamente hasta desaparecer en el horizonte.
Era septiembre de 1994 y lo que acababa de presenciar se había convertido en algo cotidiano, en cualquier día, en cualquier punto de la costa cubana. Un fenómeno que se había desatado a inicios del verano de ese mismo año y que fue conocido en Cuba y en el mundo como la “crisis de los balseros”.
Su génesis se remonta al "Maleconazo", nombre con el que se conoce la manifestación antigubernamental ocurrida en La Habana el 5 de agosto de 1994. Miles de habaneros tomaron las calles a lo largo del Malecón para exigir libertad y expresar su frustración y descontento con un gobierno que enfrentaba una aguda crisis económica y social tras el colapso de la Unión Soviética a inicios de los años noventa. Este fue el detonante de una desesperada decisión colectiva: lanzarse al mar en busca de una vida mejor.
Días antes de esa manifestación, ya se habían producido hechos significativos. En diversos puntos de la capital, ciudadanos comenzaron a irrumpir en consulados y residencias de embajadores, así como a secuestrar embarcaciones con la esperanza de abandonar el país. La chispa final fue la interceptación de cuatro barcos que navegaban ilegalmente hacia Estados Unidos. Pero el hecho más alarmante ocurrió en la madrugada del 13 de julio de 1994, cuando el remolcador “13 de marzo”, que intentaba huir con 72 personas a bordo, fue hundido a siete millas de la costa cubana. Solo 31 sobrevivieron.
Ante las denuncias de los medios internacionales, el presidente cubano calificó el hecho como un "accidente lamentable", pese a los testimonios de los sobrevivientes, quienes afirmaron que fueron embestidos intencionalmente, mientras le lanzaban agua a presión desde otras embarcaciones y luego se les negó ayuda a los que caían al mar.
En las semanas siguientes, el líder de la Revolución, con su astucia habitual y como ya había hecho en otras ocasiones, decidió abrir una válvula de escape a la creciente presión popular, que amenazaba con convertirse en una rebelión de mayores proporciones. Autorizó así que todo aquel que deseara irse a Estados Unidos lo hiciera sin obstáculos y por cualquier vía, provocando el mayor éxodo de balseros en la historia del continente. Se estima que más de 35.000 cubanos emigraron como balseros durante esta crisis.
El entonces presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, al prever que no podría controlar un éxodo de tal magnitud, ordenó el 19 de agosto a sus guardacostas que interceptaran a todos los balseros antes de que llegaran a las costas estadounidenses. Los detenidos serían trasladados a un “refugio seguro” en la Base Naval de Guantánamo, al sur de Cuba. Así, durante los meses de agosto y septiembre de 1994, un total de 32.362 ciudadanos cubanos fueron interceptados en alta mar y llevados a la base por barcos del Servicio de Guardacostas de Estados Unidos en la operación denominada “Vigilia Capaz”. Allí se improvisaron carpas donde vivieron en condiciones precarias, aliviadas en parte por las donaciones de organizaciones no gubernamentales, principalmente religiosas y de la comunidad cubana en Miami.
La crisis culminó con la implementación de la política de “pies secos, pies mojados”, que permitía a los cubanos que lograban tocar suelo estadounidense quedarse en el país, mientras que aquellos interceptados en el mar eran devueltos a Cuba. Esta política, derivada de una revisión en 1995 de la Ley de Ajuste Cubano, fue eliminada por el presidente Barack Obama el 12 de enero de 2017, estableciendo que los inmigrantes cubanos ilegales serían tratados como los de cualquier otra nacionalidad.
En el caso específico de los refugiados que quedaron en Guantánamo, en mayo de 1995 la Fiscal General de Estados Unidos, Janet Reno, anunció —a raíz de un nuevo acuerdo migratorio bilateral con el gobierno cubano— que todos los refugiados, salvo aquellos con antecedentes penales, podrían ingresar a Estados Unidos y comenzar el proceso de legalización. A finales de enero de 1996, el último refugiado cubano había abandonado el “refugio seguro” de Guantánamo, cerrando así una de las páginas más impactantes y tristes del proceso migratorio cubano hacia Estados Unidos.
Los balseros cubanos acapararon la atención de los medios de comunicación de todo el mundo y causaron un fuerte impacto en la opinión pública internacional. Pusieron al desnudo la falacia de la "gran maravilla" del proceso revolucionario cubano, al huir a toda costa de un país que no les ofrecía ni la más mínima libertad y los mantenía sumidos en una miseria perpetua. También demostraron hasta qué punto podía llegar el régimen y sus seguidores con tal de aferrarse al poder, a cualquier precio.