Capítulo XII (Parte 2): El Campo Alegre

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Campo Habanero

La Novedosa Experiencia Cubana de la Escuela al Campo (Parte 2).

Después de transitar decenas de kilómetros por carreteras un tanto angostas, llegamos a nuestro flamante campamento agrícola y los más novatos, después de terminada la euforia inicial del alegre trayecto en los ómnibus, estábamos un poco impresionados – e impactados - por comenzar esta desconocida aventura a una distancia considerable de nuestros hogares y lejos de la acostumbrada protección de nuestros padres, pero haciendo un alarde de valor, nos agrupamos todos en filas para recibir nuestra preciada maleta, la única pertenencia realmente privada que íbamos a disfrutar por espacio de un mes y medio. Posteriormente, nos dirigimos muy callados todos al dormitorio, este consistía en una nave enorme con piso de cemento, paredes de madera y techo de tejas de zinc a dos aguas. El único equipamiento que tenía esta nave eran dos largas hileras de literas a ambos lados; cada una de estas literas, de dos niveles y para dos personas, estaba conformada por una estructura de barras de acero corrugado, dos bastidores de saco de yute y dos colchonetas de tela rellenas de algodón, extremadamente delgadas.



Albergue de Estudiantes en la Escuela al Campo


Semanas antes de mi partida hacia el campo, había ido de visita con mis padres a la casa de unos tíos y primos que vivían cerca del Mercado Único, a quienes ya me he referido anteriormente, y comentando entre nosotros, en el acostumbrado coloquio familiar, sobre mi reciente incorporación a la escuela secundaria localizada en el barrio de Jesús María y mi próxima partida hacia la “escuela al campo”, uno de mis primos nos refirió que, casualmente, él había cursado estudios en esa misma secundaria y que uno de sus mejores amigos, a quién yo también conocía, estaba en ese momento cursando el noveno grado en la mencionada escuela. Por lo que, en aquella imprevisible visita acordamos, que yo me encontraría con este muchacho cuando llegáramos al campamento en el campo y que compartiría con él una litera en el dormitorio, para que, de esta forma, estuviera bien acompañado por una persona de plena confianza y de alguna manera mayor protegido, al ser este joven de mayor edad, muy conocido en la escuela y tener más experiencia en estos trajines campestres. Todo esto lo hicimos tal y como lo planeamos y para mi gran suerte, con su eficaz ayuda y su valiosa experiencia, fue mucho menos traumática mi estancia en aquel “campo alegre”, por lo que siempre le estaré inmensamente agradecido. 


Sólo unos cuantos años habían transcurrido desde el triunfo de la revolución cuando comenzaron a enviarse a miles de estudiantes cubanos, año tras año, hacía el campo a trabajar en las más disimiles labores agrícolas. Muchos eran adolescentes que como yo, no estaban acostumbrados a vivir lejos de la comodidad de sus padres, que jamás habían sostenido en sus manos una guataca o un machete y mucho menos que supieran como sembrar una postura o recoger una hortaliza. Teníamos que ir a estas labores - aunque nos decían que era “voluntario” -, porque era una tarea orientada por la más alta directiva del país y sabíamos que de no cumplirla, nuestros expedientes escolares quedarían señalados y nuestros sueños futuros se verían truncados al no poder acceder, en su momento, a la carrera universitaria de nuestra preferencia.


En esta mi primera “escuela al campo”, tuve innumerables e imborrables experiencias. Me salieron mis primeras y muy dolorosas ampollas en las manos al tener que desyerbar, por varias horas, aquellos interminables surcos sembrados de cebolla. Tengo que reconocer que al final de la etapa, después de muchos intentos y reclamos por parte de los campesinos, por fin pude reconocer cuáles eran las plantas de cebolla y cuáles eran las malas yerbas. Aprendí a como hacer mis necesidades fisiológicas en aquellas malolientes letrinas o simplemente apartando unas cuantas hojas en los tupidos sembrados de caña o maíz. Me especialicé en comerme aquella escasa y mal elaborada comida en tiempo récord, servida en aquellas grasientas bandejas metálicas y ser de los primeros en el “renganche”. Tampoco podré olvidar aquellos minúsculos chorros de agua helada balanceándose por el viento de un lado a otro y cayéndome finalmente en la desnuda espalda en aquellas duchas improvisadas a la intemperie, solo delimitadas por paredes exteriores de saco de yute, o aquellas famosas latas de hojalata de cinco galones rellenas de agua calentada por una rústica resistencia eléctrica, en los duros momentos que decidíamos bañarnos.



Sembrado de Cebollas en el Campo

Letrina de la Escuela al Campo

Bandeja Metálica en la Escuela al Campo


Para ser honesto, no todas fueron malas experiencias. Recuerdo los acelerados latidos de mi corazón en espera de la mención de mi nombre por la llegada de aquella anhelada “cartica”, perfumada y muy coloreada, proveniente del campamento de las niñas en los momentos que arribaba el correo a nuestro campamento y nos agrupábamos todos en la entrada del comedor o del dormitorio; tenemos que tener en cuenta, que en aquella época no podíamos ni remotamente imaginarnos los enormes adelantos de la comunicación digital que hoy en día disfrutamos y solo contábamos con ese tan preciado trozo de papel escrito a mano y firmado con una bella flor o un sangrante corazón. También me vienen a la mente las famosas fogatas nocturnas que hacíamos en el patio exterior del campamento, donde cantábamos a la luz de la luna y sentados en la tierra aquellas bellas canciones de moda, solo con el acorde de las improvisadas e inexpertas notas de una guitarra de cajón o cuando oíamos a escondidas canciones en inglés a través de aquel magnífico radio de baterías de onda corta marca VEF.



Radio Ruso VEF


No puedo dejar de mencionar – y homenajear – el inmenso sacrificio de mis padres al no faltar ni en una sola ocasión a la visita de los domingos para reunirse conmigo en el campamento, sorteando innumerables obstáculos para conseguir el transporte e “inventando” por múltiples vías el acopio de las muy esperadas provisiones que llenaban mi maleta para la próxima semana. Recuerdo cómo, cada domingo, sentado a la entrada del campamento en unión de otros compañeros, esperaba ansiosamente la llegada de mis abnegados padres y al divisarlos a lo lejos, corría rápidamente a su encuentro para, después del cálido beso y del apretado abrazo, ayudarlos con su pesada carga.


Con el paso de los años y el acelerado deterioro de la economía del país, al no contar con el imprescindible apoyo de sus principales aliados del campo socialista, aquellas afamadas etapas de la “escuela al campo” cubanas se hicieron insostenibles e inviables, ya que los gastos superaban con creces a las ganancias que se podían lograr, y se fueron haciendo cada vez más esporádicas, hasta el punto de desaparecer, por lo que aquel idílico y novedoso proyecto de formar al “hombre nuevo” vinculando el estudio con el trabajo, pasó página también en la historia del país, y al igual que muchos otros sueños, cayó en el saco del olvido.


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