En pleno apogeo de mi adolescencia empleaba mi tiempo libre de variadas formas: practicaba deportes, iba al cine o al teatro a disfrutar de alguna buena película u obra de estreno, veía una impactante serie de aventuras o un programa humorístico en la televisión, pasaba una mañana jugando golfito con un grupo de amigos en el Parque Almendares o a las “cuatro esquinas” con los muchachos del barrio, degustaba un sabroso helado en Coppelia o de una suculenta merienda en la cafetería Potín, visitaba la casa de un familiar o amigo o algún monumento célebre o museo de la ciudad, leía una apasionante aventura de Emilio Salgari u otro buen libro en la divina tranquilidad de mi cuarto, me bañaba en la piscina del Río Cristal o en la playa de Santa María del Mar, o simplemente, contemplaba una espectacular puesta de sol o un espléndido cielo estrellado, acompañado de una bella doncella capitalina, en el muro del malecón habanero, y puedo afirmar, sin ningún remordimiento y a plena conciencia, que me sentía aceptablemente feliz, a pesar de la muy modesta vida que mis padres me podían proporcionar y estuviera aún muy lejana la aparición de los primeros ordenadores personales, tabletas y teléfonos inteligentes. Me encantaba también pasar una tarde-noche en unión de varios amigos, en la confortable sala de una casa, entre risas y chistes de todo tipo, esforzándome por ganar alguno de aquellos inolvidables juegos de mesa, tan divertidos y emocionantes, que difícilmente puedan ser superados por alguno de los más sofisticados juegos digitales de hoy en día. Eran tantos, que me sería imposible poder mencionarlos todos, pero sería imperdonable que no me refiriera a algunos tan conocidos en ese entonces como: Parchís, Palitos chinos, Dominó, Damas, Damas chinas, Barajas, Capitolio y el Bingo.
Este buen amigo, ya fallecido, que me había acompañado en todas mis andanzas y aventuras desde que lo conocí al comienzo del octavo grado de mi enseñanza secundaria, aunque era muy inteligente y hábil en diversos oficios, era un poco rebelde y algo despreocupado por los estudios y, debido a estas características, tuvo que repetir el año, así que, cuando yo pasé al siguiente grado, nos distanciamos un poco, aunque siempre mantuvimos el contacto en alguna medida, pero no como antes. Al comenzar el noveno grado hice otras amistades, entre ellas, conocí a otro gran amigo que, en lugar de ser fanático a los juegos de mesa, era un ferviente apasionado y admirador de la “onda hippie” y la música rock y de esta última, su mayor pasión, me contagió muy profundamente.
Es importante decir que, en esa época de los años 70, esta manifestación de la música estaba muy arraigada y era de la preferencia de una buena parte de la juventud, pero era totalmente prohibida, criticada y perseguida por el gobierno cubano, al ser considerada como un “diversionismo ideológico”. La encarnizada política imperante de enfrentamiento al país del norte prohibía a los jóvenes oír la música en idioma inglés, “la música del enemigo”, que provenía principalmente, no solo de los Estados Unidos, sino también de Inglaterra. Afamados grupos musicales como Led Zeppelin, Rare Earth, Grand Funk, Blood, Sweat and Tears, Chicago y Deep Purple estaban absolutamente proscritos de las transmisiones nacionales de radio y televisión.
Pero como todo lo prohibido es siempre lo más preciado, aquella férrea restricción no alcanzó nunca su objetivo y muchos jóvenes cubanos amantes del rock - entre los que me incluyo - se mantenían oyendo lo más sonado de esta música en el mundo a través de emisoras extranjeras de radio, que muchos sintonizaban por onda corta en los famosos radios VEF, a escondidas, en las azoteas o en los parques, principalmente la WQAM, famosa emisora del sur de La Florida, en Estados Unidos o la BBC de Londres, en el Reino Unido. Además, en la década del 70, proliferaron numerosos grupos de rock habaneros, de aceptable calidad, que interpretaban de forma furtiva música rock en inglés en fiestas de quince y otros festejos privados, cantando los números más famosos de aquellas célebres agrupaciones y por supuesto, tampoco podían tener apariciones en ninguno de los medios de difusión masiva oficialistas, pero aun así, gozaban de la preferencia de un número importante de jóvenes que los seguían y veneraban, entre ellos, los más conocidos fueron Los Kents, Los Jets del Vedado, Los Gnomos, Almas Vertiginosas, Sesiones Ocultas, Dimensión Vertical, y otros. Muchas de las fiestas donde ellos tocaban, terminaban en sendas represiones policiales, con arrestos múltiples, multas, cartas de advertencia, hombres pelados al rape e instrumentos musicales y equipos de audio decomisados.
En aquella célebre época, para que a algún músico cubano de relativo o probado talento, que interpretara algo cercano al rock y que, por supuesto, no fuera en inglés, le permitieran aparecer en alguna programación de radio o de televisión, o le grabaran un disco de acetato en la única empresa estatal de grabaciones musicales del país, la EGREM, tenía que haber sido antes evaluado y aprobado por una institución estatal de cultura, estar de acuerdo – o al menos aparentarlo – con los rígidos y esquemáticos preceptos del gobierno y que esto fuera avalado por las organizaciones políticas y de masas del lugar de su residencia, si era hombre, no tener el pelo largo, y vestir sin ninguna extravagancia. Algunos grupos musicales aceptaron estas rígidas condiciones y les permitieron subsistir y divulgar masivamente sus interpretaciones de rock en español, de forma supervisada y censurando muchos de sus temas, tal fue el caso de Osvaldo Rodríguez y los 5U4, Los Bucaneros, Los Gafas, Los Dadas y Los Barbas.
Resulta curioso cómo las
autoridades oficialistas quisieron borrar definitivamente de la mente de los
cubanos estos verídicos episodios, tan penosos e incomprensibles, y hasta
en algunas ocasiones proclamar que nunca sucedieron, lo que resultó totalmente
inútil, porque no pudieron acallar a toda una generación que los vivieron y
sufrieron en carne propia. Es bueno recordarles a los más jóvenes y refrescarles
la memoria a aquellos “desmemoriados”, voluntarios e involuntarios, que no
siempre existieron el parque de John Lennon, con su famosa estatua; el Club
Submarino Amarillo, donde hacen frecuentemente su aparición grupos de rock
habaneros; un estelar programa radial diario de música rock, transmitido por
una popular emisora; los conciertos de afamados grupos de rock extranjeros,
como The Rolling Stones y Air Supply, y mucho menos, el Festival Nacional de Música
Rock que, en la actualidad, cuando se realiza, se transmite por uno de los
canales de la televisión cubana. Aunque algunos quieran ocultarla u olvidarla,
la verdad siempre se impone y la historia es irreversible e irrefutable.