Una mañana de finales de septiembre de 2001, después
de estacionar mi pequeña moto scooter Peugeot a la entrada de las oficinas de
mi trabajo y casi al entrar a la instalación, me topé con el Director General,
quien, tras darme los acostumbrados “Buenos días”, me pidió que lo acompañara a
su despacho.
Después de ofrecerme una humeante taza de café y de
intercambiar breves comentarios sobre el clima, la familia y otros temas sin
mayor relevancia, finalmente me reveló el verdadero motivo de nuestra reunión.
Para mi total sorpresa, me informó que, debido a mis excelentes resultados y
aptitud en el trabajo, había decidido enviarme a México a principios del
próximo mes, para representar a nuestra entidad en una Feria Internacional de
Vivienda y Urbanismo que se celebraría en el México Trade Center, en Ciudad de
México.
Para mí, aquella propuesta fue insólita e inesperada,
pues era la primera vez que tendría la oportunidad de viajar al extranjero,
algo que, para cualquier cubano de esos tiempos, representaba un auténtico
“premio”.
Tras el triunfo de la Revolución en enero de 1959,
durante los primeros meses se produjo una salida masiva de personas al exterior
(turistas, empleados y opositores), y el gobierno, en ese momento, facilitó su
flujo fuera del país. Sin embargo, a partir de principios de la década de 1960,
el régimen comenzó a establecer controles mucho más estrictos sobre quién podía
salir y bajo qué condiciones (requisitos de pasaporte, permisos especiales,
cartas de invitación o la famosa “tarjeta blanca” o “permiso de salida”).
Durante gran parte del período de 1960 hasta 2012, el
Estado exigió a los ciudadanos cubanos un permiso de salida (“exit visa”) para
poder salir del país y, en la práctica, a muchos se les denegaba por motivos de
seguridad o por “razones administrativas”.
Algunas de las categorías restringidas o impedidas de
salir definitivamente de Cuba incluían:
• Periodistas independientes, disidentes políticos y
defensores de derechos humanos.
• Profesionales de la salud (médicos y personal
sanitario).
• Jóvenes sujetos al servicio militar obligatorio.
• Personas con procesos penales abiertos o sanciones
(medidas cautelares).
• Familiares de personas que habían emigrado
“ilegalmente” o que no regresaron tras viajes autorizados.
• Personas consideradas de “interés” para la seguridad
nacional o con acceso a información sensible.
• Personas con obligaciones económicas o
administrativas pendientes ante el Estado.
• Otras categorías profesionales consideradas “clave”
(investigadores, técnicos especializados).
Estas normas limitaron durante décadas la salida temporal de muchos ciudadanos, despojándolos de un derecho común en la mayoría de los países. Las autorizaciones de viaje temporal se otorgaban principalmente a dirigentes, funcionarios del Estado, artistas, deportistas u otras personas seleccionadas, con pasaporte oficial, retirado a su regreso al país.
Todas estas restricciones estaban reguladas por el
Decreto-Ley No. 26 “Ley de Migración”, del 19 de julio de 1978, junto con su
Reglamento (Decreto No. 27/1978), que establecía que ningún ciudadano cubano
podía salir del país sin la “autorización de salida”, conocida como “permiso de
salida” o “tarjeta blanca”, que el Estado se reservaba el derecho de otorgar o
no.
En mi caso, además de ese permiso, tuve que solicitar
la visa correspondiente en el consulado de México, la cual, felizmente, me fue
otorgada días antes de mi salida programada: ¡el 11 de octubre de 2001!
Quizás esa fecha no signifique nada para algunos, pero
si recordamos que un mes antes, el 11 de septiembre, ocurrieron los atentados
terroristas al World Trade Center en Nueva York, la coincidencia es notable. Mi
salida hacia México era precisamente el 11 de octubre, y mi visita sería al
México Trade Center. Si hubiera sido supersticioso o atendido las advertencias
de amigos y familiares, quizá habría rechazado el viaje. Sin embargo, mi pasión
por conocer nuevos lugares y respirar otros aires fue más fuerte, y disfruté
una estancia maravillosa: descubrí muchas cosas nunca antes vistas y pude, como
otros cubanos con la misma oportunidad, comprar mis primeros soñados equipos
electrónicos y traer regalos para la familia.
Así, sin haberlo planeado, pasé a la selecta categoría
de cubanos que habían escapado de la enorme burbuja del “sistema socialista
perfecto” y su alabada “sociedad planificada”, para conocer algunas facetas del
“despiadado sistema capitalista” y su “sociedad de consumo”. Ese primer viaje
al extranjero fue transformador y cambió radicalmente mi forma de pensar. No
solo fue un regalo inesperado, sino también una ventana hacia el mundo real,
fuera del ostracismo en que crecimos. Fue un recordatorio de que la libertad de
explorar, conocer y decidir es un privilegio humano invaluable, y que cada
oportunidad para cruzar fronteras, físicas o mentales, puede transformar
nuestra vida y nuestra forma de entender el mundo.
Más de cinco décadas después, el 16 de octubre de
2012, el Gobierno cubano anunció la supresión del obsoleto requisito de permiso
de salida, y los cubanos dejaron de necesitar la famosa “tarjeta blanca”. No
obstante, la capacidad real de viajar del cubano desde entonces y hasta la
fecha sigue estando condicionada —y limitada— por:
• Visas y requisitos impuestos por los países de
destino.
• Recursos económicos (costos excesivos de pasaporte,
billete, visados, etc.).
• Medidas sanitarias y de control internacional
(pandemias).
• Restricciones administrativas puntuales en casos
concretos (personas investigadas, militares o determinadas categorías que
pueden seguir sometidas a limitaciones administrativas).
Aunque se han logrado ciertas libertades en la
posibilidad de viajar de los cubanos, el Estado continúa controlando y
limitando los derechos legítimos de los ciudadanos, reservando privilegios solo
para la alta cúpula y sus allegados. Así, el acceso al exterior sigue siendo,
para muchos cubanos, un verdadero “premio”, al igual que el que obtuve en 2001,
y dejará de serlo solo cuando ocurra un cambio radical.