El 2 de agosto de 1991 se inauguraron en La Habana los XI Juegos Panamericanos, con Santiago de Cuba como subsede. El evento se extendió hasta el 18 de ese mismo mes. Cuba acogió a 4.519 deportistas provenientes de los 39 países afiliados a la Organización Deportiva Panamericana (ODEPA), quienes participaron en un total de 33 disciplinas deportivas.
Ese mismo año, sin embargo, Cuba fue sacudida por la profunda crisis provocada por la estrepitosa caída de la Unión Soviética y del bloque socialista, lo que puso fin a las enormes prebendas de las que el país había disfrutado. En cierta medida, la celebración de los Juegos Panamericanos enmascaró temporalmente la gravedad de la situación, desviando la atención del pueblo hacia las competencias deportivas. Pero, como bien sabemos, esa ilusión duró poco, coincidiendo con el inicio del tenebroso “Período Especial”.
Las flamantes instalaciones deportivas, recién inauguradas y aún impregnadas de los vítores de la audiencia por las actuaciones de los atletas panamericanos, cayeron rápidamente en el olvido. El Gobierno dejó de preocuparse por su mantenimiento ante la urgencia de otras prioridades, y con los escasos recursos disponibles, estos excelentes centros deportivos no pudieron competir con otras necesidades vitales. Solo unos pocos años después, su estado era verdaderamente deplorable, provocando lágrimas en los ojos de los vecinos, y especialmente de quienes las construyeron con tanto empeño.
De las diez instalaciones edificadas en La Habana para los Juegos, apenas unas cinco habían sobrevivido a la desidia y la destrucción.
El Estadio Panamericano, con capacidad para 35.000 espectadores y ubicado en La Habana del Este, quedó totalmente sin iluminación, y sus gradas estaban prácticamente destruidas y cubiertas de basura.
El Velódromo “Reinaldo Paseiro” estaba rodeado de maleza, sin cercado perimetral, y su pista en pésimas condiciones. Los ciclistas que aún se atrevían a entrenar allí debían hacerlo fuera de la instalación.
El estado del Complejo “Raúl Díaz Argüelles” era lamentable. Sus canchas de pelota vasca —antiguo orgullo de todos por su excelente terminación e iluminación— eran ahora víctimas del abandono. La corrosión avanzaba sin freno y los pelotaris aún soñaban con ver reconstruidas sus otrora espléndidas canchas.
Otras instalaciones, como la Sala “Kid Chocolate”, situada frente al Capitolio habanero, corrieron peor suerte y desaparecieron por completo. Esta sala era única en Cuba para el boxeo, al contar con el único tabloncillo volado del país. También acogía competencias de fútbol sala, balonmano, levantamiento de pesas, ajedrez, lucha y judo. En 2018 comenzó su desmantelamiento para dar paso a la construcción del Hotel Pasaje, en busca de captar divisas mediante el turismo internacional. Así, se perdió otro de los tan pregonados “derechos del pueblo”.
Si estas instalaciones insignias de la capital estaban en tan lamentable estado, ¿qué decir de mis queridos y añorados Pontón y Parque Martí? Una sola palabra basta para describir su situación: vergüenza.
El combinado deportivo “José María Pérez Capote”, conocido popularmente como El Pontón, orgullo de los vecinos del área, se convirtió en una imagen desoladora. Aunque aún recibía a niños y jóvenes, especialmente por las tardes, sus instalaciones estaban totalmente en ruinas. Las piscinas olímpicas llevaban más de treinta años vacías y sucias. Muchas de sus áreas interiores —destinadas a judo, lucha y pesas— desaparecieron, y los terrenos exteriores permanecían cubiertos de yerba y agua estancada.
En 1991, el Complejo Deportivo “José Martí”, conocido como Parque Martí, fue reparado con motivo de los Panamericanos, albergando en sus instalaciones las competencias de balonmano. Sin embargo, tras los Juegos, entró en un declive gradual. Un dictamen técnico de la Dirección de Higiene y Epidemiología de Salud Pública determinó su cierre debido al riesgo de derrumbe en varias áreas de las gradas y al estado general de abandono. Su magnífica piscina permaneció llena de agua estancada durante años. Sus canchas exteriores de baloncesto y otras disciplinas mostraban un deterioro total, en un contraste doloroso con el esplendor de antaño.
Después de que este dejara el poder, el ambiente deportivo se relajó y el llamado “deporte revolucionario” volvió, poco a poco, a su cauce natural. El “profesionalismo”, tan criticado y satanizado por décadas, es en la actualidad una realidad aceptada: muchos de los atletas más destacados pasan temporadas enteras contratados en ligas extranjeras.
Como tantas otras veces, el líder revolucionario se equivocó al querer cambiar el curso natural de las cosas. Pero ese error costó años de sacrificio y calamidades al país.
Entonces, cabe preguntarse: ¿es cierto que todos, como seres humanos, tenemos derecho a equivocarnos? Pero la pregunta esencial sería:
¿Tiene alguien el derecho a equivocarse —a equivocarse con tanta magnitud y durante tanto tiempo— a costa de todo un país, y simplemente quedar impune e ignorado por la historia?