El Trabajo Voluntario en Cuba Después de la Revolución.
Ese año, a principio del mes de junio, terminé de cursar el sexto grado de la enseñanza primaria en la Escuela “Oscar Lucero Moya” que, para ese entonces, ya se había trasladado para el edificio que estaba en la misma esquina de las calles Apodaca y Monserrate, debido al mal estado en que se encontraba su antigua instalación y comencé - muy contento - mis vacaciones de verano, después de participar en la actividad de fin de curso, donde me entregaron el diploma de graduado y me despedí - quizás de algunos para siempre -, de mis entrañables compañeros de aula que me acompañaron durante los últimos 6 años.
En las primeras semanas de las vacaciones, cómo era costumbre, fui varias veces a la playa y a visitar a mi familia, pero a mediados de mes, a mi padre le dieron la misión en su trabajo de organizar con varios de sus subordinados una brigada para realizar trabajo voluntario durante 30 días en una granja agrícola ubicada en el poblado de Melena del Sur, al sur de la Habana, con el objetivo de recolectar, acopiar y abastecer de viandas frescas al plan de los becados que estudiaban en la zona de Miramar, de cuyo plan, era el jefe de suministros. Sin necesidad de mucho esfuerzo por su parte, mi padre me convenció para que lo acompañara en la que para mí era hasta ese momento una desconocida y apasionante aventura. Como ya les narré anteriormente, para el abastecimiento a los becados, mi padre contaba con numerosos almacenes ubicados, la mayoría de ellos, en el lujoso reparto de Miramar y otros lugares aledaños, todos abarrotados de productos tan diversos como ropa, calzado, aseo personal, enseres de cocina y dormitorios, muebles, material de estudio y otros muchos más, así como víveres de todo tipo, tanto frescos como secos, por lo que mi padre no vaciló ni un instante en dotar a la brigada con un avituallamiento total y abundante, sin carecer absolutamente de nada, por lo que yo, como digno integrante de la brigada, recibí también un módulo completo, para mi gran satisfacción. Quizás me olvide de algún artículo, pero recuerdo que aquel módulo estaba conformado por, entre las cosas más importantes, una camisa de mangas largas y un pantalón, ambos de mezclilla, un short y un pullover de algodón, un par de botas de trabajo, un par de chancletas de madera, ropa interior y medias, un sombrero de guano, un par de guantes de lona, un jarro y una cuchara de aluminio, un jabón de lavar y uno de baño, un tubo de desodorante, un rollo de papel sanitario, un cepillo de dientes y un tubo de pasta dental. Por motivos obvios que todos podrán entender, no recibí, como el resto de los miembros de la brigada, una máquina y cuchillas de afeitar, tabacos, cigarros y fósforos. Pocos días después, al amanecer de una hermosa y deslumbrante mañana de aquel mes de junio nos dirigimos en varios camiones, uno de ellos con la brigada y el resto cargando con el copioso avituallamiento, hacia el campamento agrícola que nos acogería por espacio de un mes, debutando de esta forma en mi primer trabajo voluntario – que no sería el último - y mi primera gran experiencia de estar alejado de la comodidad de mi casa y de la atención de mi madre por tantos días.
Al contrario de lo que piensan muchos, el trabajo voluntario no es originario de Cuba ni de ninguna sociedad económica en particular, sea socialista o capitalista, ni comenzó en el país ideado por el comandante Ernesto Guevara en los primeros días del año 1959, por eso carece de total fundamento querer adjudicárselo a una determinada política social o a una persona en específico. El trabajo voluntario es intrínseco de la naturaleza humana y está definido como “servir a un bien común sin tener ninguna retribución” y eso es practicado a diario en muchos países del mundo cuando sus ciudadanos, por propia y absoluta voluntad, prestan de alguna manera sus servicios en alguna actividad sin recibir nada a cambio. Es por eso, que ejercer el control estatal de este noble desempeño y utilizarlo como un indicador para medir lealtades y compromisos con el gobierno, para después retribuir directa o indirectamente a los que participaban de forma sistemática, ya sea de manera voluntaria o no tan voluntaria, corrompe su propia esencia y desvirtúa completamente su contenido.
Quién no recuerda las famosas y reiteradas convocatorias hechas en Cuba por el estado y sus organizaciones afines a jornadas de trabajos voluntarios donde, primeramente, las personas debían dejar constancia de su compromiso para asistir, anotándose en una lista, y después, al llegar a los lugares previstos y antes de comenzar cualquier actividad, lo primero que se hacía era un pase minucioso de esa lista. Posteriormente y de forma muy sutil, se tomaban drásticas represalias con todo aquel que no asistía – ¿voluntario? – a esos eventos, inhabilitándolos de los nombrados “méritos” y por ende, de poder tener acceso a la adquisición de los múltiples artículos, servicios y bienes que se otorgaban centralizadamente, en acaloradas disputas, en las reuniones sindicales que se hacían con los trabajadores en sus centros laborales, como televisores, casas en la playa o viviendas. En los centros de estudio ocurría otro tanto, los estudiantes que no cumplieran con una determinada cantidad de horas de trabajo voluntario planificadas cada año, no tenían derecho a optar por las mejores carreras, aunque fueran brillantes en los resultados docentes. Después, en los centros universitarios, le llamaban “trabajo voluntario” al eufemismo de obligarte a hacer cosas que no estabas convencido o simplemente no tenías la voluntad de querer hacer, con el objetivo de acumular “estímulos” mediante la entrega de bonos, que después tenían un gran peso a la hora de ubicarte en uno u otro centro laboral al culminar tu carrera. Sin embargo, si participabas por tu cuenta y por propia iniciativa en alguna labor voluntaria en el barrio o en la comunidad, que entendías que era más beneficiosa y productiva, pero que no podías justificar con alguno de esos bonos, esa no contaba.
Por otra parte, suponemos que esos trabajos voluntarios planificados y dirigidos por el estado que se ejecutaban en una fábrica, en el barrio, en la comunidad, en el campo o en cualquier otro lugar prefijado, deberían lograr un resultado social y económicamente útil y contribuir al desarrollo y culminación exitosa de alguna actividad específica de beneficio colectivo. Pero sabemos que no siempre se comportaban así; muchas veces estas jornadas masivas de trabajo voluntario eran solo simbólicas e innecesarias y se hacían solo para celebrar algún acontecimiento histórico o político, o eran improvisadas e improductivas y, lejos de aportar beneficios económicos y sociales, ocasionaban cuantiosas pérdidas. Los casos de este tipo eran múltiples y muy palpables; para abundar un poco más, si tomamos en cuenta los enormes gastos de combustible ocasionados por la utilización de numerosos ómnibus o camiones para transportar al personal, los vehículos empleados para buscar la merienda y los siempre presentes automóviles estatales de los dirigentes que participaban y añadimos los gastos por las herramientas, por lo general nuevas, que se empleaban en los trabajos y después se extraviaban o rompían y sumamos los gastos del avituallamiento completo que se entregaba cada vez que se creaban las brigadas permanentes en los campamentos agrícolas, más el gasto de electricidad de las numerosas ocasiones en que se pretendía infructuosamente extender la jornada laboral hasta altas horas de la noche para cumplir una determinada meta y añadimos además la pérdida económica originada por la baja productividad en el trabajo debido a la lógica inexperiencia de los participantes en estos masivos eventos, sería muy aceptado resumir que, en la mayoría de las ocasiones, este trabajo voluntario era un rotundo fracaso y lejos de ayudar, perjudicaba grandemente a la economía del país.
Continuando con la historia de mi primera experiencia de trabajo voluntario, puedo afirmar que, en realidad, la disfruté muchísimo, puesto que adoraba la misión que me asignaron de encargarme de buscar y repartir la merienda y el agua en el campo subido en la cama techada de un camión, mientras la brigada en pleno, con mi padre al frente, sudaba copiosamente trabajando bajo el sol abrasador, recogiendo boniatos, ensacándolos y cargándolos en camiones, en aquellos interminables surcos que se araban con un tractor o una yunta de bueyes para extraer de las entrañas de la tierra las abundantes viandas sembradas. Al mediodía, después del copioso y variado almuerzo, y por la noche, después de la exquisita cena, preparadas ambas con mucho amor por un excelente cocinero llamado “El Chino”, me deleitaba cada día en el bien iluminado comedor del campamento viendo mis programas preferidos en un televisor que estaba situado en una alta tarima para el disfrute de todos, o jugando al dominó en una de las largas mesas y bancos de cemento pulido, pero eso sí, todo eso hasta las 10 y 30 de la noche, que era el horario establecido por mi padre para que todos fuéramos a dormir en las cómodas literas de la nave dormitorio para despertarnos algunas horas después, a las 6 en punto de la mañana, con la siempre molesta voz de “de pie”, y así comenzar otra jornada de trabajo. En realidad, no sé si aquel, mi primer trabajo voluntario, resultó útil para el país o si algún becado pudo comerse alguno de aquellos boniatos, lo que sí puedo decir es que, para llevarlo a cabo, se hizo un gran derroche de recursos.
Al perderse la esencia inicial de que las personas se brindaran espontáneamente y sin ningún tipo de manipulación para “servir a un bien común sin tener ninguna retribución”, el trabajo voluntario en Cuba fue perdiendo toda su fuerza inicial con el transcurso de los años, porque las personas lo realizaban sin ninguna espontaneidad, para su propia conveniencia y se acostumbraron a que su organización, preparación y ejecución se hiciera centralizadamente por el estado y sus organizaciones adjuntas. Al no existir las condiciones económicas y materiales para poder hacer lo mismo que en los primeros años de la revolución y el propio estado dejar de dar esta tarea a sus organizaciones, el trabajo voluntario tendió a desaparecer. Cuando se detuvo abruptamente el fundamental sostén económico de la revolución, al caerse la Unión Soviética y el campo socialista, aquellos tiempos en que se convocaba masivamente al pueblo para emprender labores agrícolas, constructivas o de otro tipo, arengados con una gran fanfarria propagandística y caracterizados por un enorme derroche de recursos y una baja productividad, pasaron a formar parte de la historia que a muchos les avergüenza contar.
Interesante las labores voluntarias, en escuelas, CDR, centros de trabajo. Muchas gracias.
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