Hay acontecimientos en nuestras vidas que no se olvidan, aunque pasen los años, y esas vivencias se mantienen tan nítidas como en el momento en que sucedieron. Esta narración representa un ejemplo fehaciente de ello y una anécdota que por sus características, resulta digna de contar.
Finalizando la década del 80, me encontraba trabajando como especialista en el Ministerio de la Construcción (MICONS), y era una tradición en este organismo estatal celebrar el aniversario de todos los trabajadores vinculados a esta rama en el país, realizando una acción especial conmemorativa a su día, el 5 de diciembre. En esta ocasión, la decisión fue que un grupo de jóvenes ascendiera el Pico Turquino y colocara una tarja de mármol alusiva a la conmemoración del “Día del Constructor”, que se celebraría el próximo 5 de diciembre. Dicho de esta forma, tal vez pareciera que este hecho no tiene nada de especial, pero si a todo lo anterior le agregamos que la famosa tarja pesaba 12 kilogramos, que la partida sería el 3 de diciembre, que el pequeño grupo estaba conformado por una mayoría de mujeres, y que la montaña a escalar, el Pico Turquino, era la más alta de Cuba y de los países antillanos en general, entonces sí se convertía en un fabuloso desafío.
A pesar de su significativa altitud, el Pico Turquino, con 1,974 metros de altura, no se encuentra entre las montañas más altas del mundo. Encabeza este selecto grupo el Monte Everest, ubicado en la frontera entre Nepal y la Región Autónoma del Tíbet (China), en el Himalaya, con 8,848.86 metros sobre el nivel del mar, y a partir de ahí lo siguen un conjunto numeroso de montañas ubicadas en distintos lugares del orbe. Sin embargo, en Cuba, esta famosa montaña ubicada en la cordillera de la Sierra Maestra, en el municipio Guamá, Santiago de Cuba, representa el punto más alto de la isla, seguido por el Pico Cuba, con 1,921 metros, y el Pico Suecia, con 1,734 metros sobre el nivel del mar.
Nuestro pequeño grupo, conformado por 23 jóvenes, partió del edificio central del MICONS a las 9:30 de la mañana de un reluciente lunes 3 de diciembre en un típico e incómodo ómnibus “Girón” con destino a la provincia de Santiago de Cuba. Teníamos todos un gran júbilo por el viaje y muchos, un poco de incertidumbre —y quizás temor— por el venidero ascenso a la colosal montaña, aunque, por supuesto, nadie lo demostraba. Como plan, íbamos a realizar una parada en la provincia de Camagüey para comer y descansar, y de ahí seguiríamos hasta nuestro lugar de destino, el Hotel Daiquirí, en la provincia de Santiago de Cuba, muy cerca de la playa del mismo nombre por donde desembarcaron las tropas norteamericanas en 1898 para enfrentar al ejército español. En la tarde del día 4, partiríamos hasta un lugar nombrado “Las Cuevas”, donde pasaríamos la noche para comenzar el ascenso en la madrugada del día siguiente. Esta era la ruta más dura y escarpada, pero a la vez, más rápida, y como disponíamos de un tiempo limitado, esta fue la que escogimos.
Tuvimos un viaje bastante irregular, con muchas paradas en el trayecto para satisfacer nuestras necesidades fisiológicas, merendar y hasta para sustituir un neumático ponchado, por lo que no pudimos hacer la parada planificada en Camagüey y llegamos al hotel a avanzadas horas de la noche, todos muy agotados y hambrientos. Tuvimos que conformarnos solo con el descanso reparador, porque a esa hora todas las instalaciones gastronómicas de la instalación estaban cerradas, teniendo que acostarnos con el estómago vacío. Al siguiente día, después de disfrutar de un abundante desayuno, nos reunimos en la piscina del hotel —que se encontraba vacía— a comentar y reírnos un poco de las peripecias del viaje y a hacer bromas sobre la misión que nos esperaba, con el júbilo propio de la juventud. Nuevamente, en nuestro flamante ómnibus “Girón”, partimos a las 4 de la tarde para “Las Cuevas”, donde, por suerte, llegamos a tiempo para efectuar nuestra comida, la cual nos aconsejaron que fuera ligera para no confrontar ninguna “contingencia” durante nuestro ascenso del siguiente día. Por supuesto, no todos cumplieron con esa indicación.
Aunque desde el siglo XVI el famoso pico aparece como “Tarquino” en un mapa confeccionado por el geógrafo flamenco Gerardo Kramer, los primeros registros de ascensos a su cumbre se remontan a 1860, cuando el inglés Fred W. Ramsden, residente en Santiago de Cuba, llegó por primera vez a su cumbre acompañado por tres cargadores. Según los registros históricos, el segundo ascenso no se produjo hasta 1915 y lo efectuó el botánico sueco Erik Leonard Ekman, de la Academia de Ciencias de Estocolmo. Ya después siguieron otros varios ascensos, entre los que se destaca el del ornitólogo estadounidense R. Howard Beck. En todas esas ocasiones, las condiciones eran bastante difíciles y las rutas de ascenso eran prácticamente vírgenes y complicadas, condiciones que no iba a tener que enfrentar nuestro grupo.
Justo a las 6:00 de la mañana iniciamos nuestra marcha, no sin antes aprovisionarnos de agua suficiente en nuestras cantimploras y ponernos una ropa adecuada y unas botas lo más cómodas posible. Nuestra ruta estaba prevista para hacerla en unas 5 o 6 horas de subida y unas 4 o 5 horas de bajada por el mismo camino, si no había ninguna contingencia. El camino, ya tantas veces transitado, estaba bien trazado y las zonas de mayor desnivel se habían acondicionado con escalones.
Se decidió unánimemente que cada hombre se ocupara de ayudar a una mujer, con excepción del que llevara en sus espaldas la pesada losa de mármol, la cual sería intercambiada entre los chicos en cada hora del trayecto. Dentro de las mujeres del grupo se encontraba una chica que tenía unas cuantas libras de sobrepeso, y debido a esta condición era bien difícil ayudarla en el ascenso; curiosamente, y sin ninguna discusión, la decisión inicial de intercambiar la losa de mármol entre los chicos fue variada automáticamente por intercambiar a la “gorda”.
A medida que íbamos ascendiendo, el clima y la vegetación iban cambiando abruptamente. El camino incluía bajadas y subidas a lo largo de un exclusivo paisaje bien conservado, con una gran variedad de especies de la flora y la fauna. En los pocos claros que pudimos encontrar dentro de la tupida vegetación, colmada de helechos y enredaderas, pudimos ver, para nuestro asombro, que estábamos por encima de las nubes, y las auras tiñosas volaban y planeaban muy por debajo de donde nos encontrábamos. Era un espectáculo realmente maravilloso, si descontamos la humedad del lugar, lo empinado de algunas zonas y los frecuentes resbalones que dábamos por el piso mojado.
Por fin, después de 7 largas horas, llegamos a la ansiada cima, donde se encuentra, majestuoso, el busto de Martí. Después de esperar a todos los integrantes del grupo, depositar la tarja de mármol en la base del monumento, descansar un buen rato y tomar innumerables fotos, nos decidimos a iniciar el descenso, ahora ya libres de la pesada carga del bloque de mármol, pero con nuestra “gorda” a cuestas.
Nos acompañó en nuestro recorrido, para satisfacción de nuestra mirada, una bellísima puesta de sol, mientras una fresca brisa que penetraba por las abiertas ventanillas batía nuestros rostros y una sensación de regocijo por haber vivido una gran aventura, digna de ser contada en alguna ocasión, estremecía nuestros cuerpos. ¡Habíamos tenido, literalmente, un encuentro con las nubes!