La Heladería Coppelia en La Habana.
Corría el año 1969 y a principios del mes de septiembre comencé a cursar el octavo grado en la misma Escuela Secundaria Básica “Enrique Galarraga”, con la única diferencia, que esta se había trasladado para la calle Monte entre Suárez y Factoría, justo en los altos de la tienda “La Isla de Cuba”, un establecimiento de venta minorista por departamentos de la capital visitado a diario por miles de personas.
Este curso tuvo la característica especial que comenzó con la “escuela al campo”, así que tuvimos que, sin comenzar las clases, dirigirnos a un campamento mixto para hembras y varones nombrado “Olano”, ubicado en el poblado de Melena del Sur, en la propia provincia de la Habana. A los pocos días de encontrarme allí, un domingo por la mañana que estaba sentado cerca de la entrada del campamento esperando la llegada de mis padres, se sentó a mi lado un muchacho desconocido, más o menos de mi misma edad, y casi sin darnos cuenta empezamos a conversar sobre diversos temas como si nos conociéramos de toda la vida y durante la conversación, me enteré de que el mismo vivía en la misma cuadra donde yo residía en la Habana, separados por una corta distancia, pero, increíblemente, jamás habíamos coincidido antes. Ese día, compartimos junto a nuestros padres las felices horas que duró su visita en el campamento y a partir de ese momento, comenzamos una gran amistad que perduró por muchos años y solo culminó con su lamentable fallecimiento.
Al llegar a la Habana, una vez concluida nuestra contienda de la “escuela al campo”, pudimos comprobar mi amigo y yo, para nuestra gran satisfacción, que estábamos ubicados en el mismo grupo en la escuela y de esa forma, comenzamos a compartir a menudo, en su casa o en la mía, la realización de las tareas y otros trabajos docentes que nos asignaban los profesores. Una práctica habitual que disfrutábamos muchísimo ambos era realizar largos paseos nocturnos, solos o acompañados de alguna casual y fugaz noviecita, al cine, al malecón, a un restaurante o a alguna cafetería, pero nuestro destino preferido y mayormente frecuentado era, después de efectuar una larga caminata, la muy afamada heladería Coppelia, ubicada en el mismo corazón de la Rampa, en la moderna localidad del Vedado habanero.
La heladería Coppelia, concebida por el talentoso arquitecto cubano Mario Girona, se había inaugurado el 4 de junio de 1966, con una espléndida oferta de 24 combinaciones y 26 sabores de excelentes helados, los cuales se elaboraban en una moderna fábrica de igual nombre ubicada al oeste del centro de la capital. Desde su inauguración, este lugar se convirtió en uno de los sitios más gustados y concurridos de la capital e incluso, años después, muchas provincias cubanas quisieron imitar la concepción y construcción de otro establecimiento similar en sus territorios, pero nunca lograron tener el éxito ni el renombre de la inicial heladería.
Otro aspecto para destacar, por lo cual esta heladería era tan popular, eran sus bajos precios, extremadamente económicos y asequibles a cualquier persona. Recuerdo que a mi amigo siempre le gustaba pedir una “ensalada de helados” surtida, que era la combinación más cara del lugar y solicitaba además que, dentro de los sabores, le incluyeran una bola con sabor a almendra, y por este pedido le cobraban, un peso y cincuenta centavos por la combinación y veinte centavos adicionales por la bola con sabor a almendra, o sea, que por un peso y setenta centavos - ¡pesos cubanos! - podía disfrutar de cinco bolas de helado de diferentes sabores y excelente calidad, cubiertas con sirope y grageas y acompañadas por dos crujientes bizcochos. El trato amable de sus dependientes, todos uniformados, distinguía también el lugar, así como la limpieza y pulcritud de todas sus instalaciones. Sin embargo, no todo era felicidad, también tengo que decir que para poder acceder y sentarse en cualquiera de sus instalaciones, las mesas al aire libre, la cancha o el piso superior, había que tener mucha paciencia y permanecer parado por horas en una de sus interminables filas.
De todas estas características, de aquella famosa heladería capitalina lo único que ha prevalecido hasta el presente son las largas filas, o como decimos en buen cubano, las enormes colas. La calidad y variedad del helado ya no es ni remotamente parecido a la inicial y en muchas ocasiones su producción se ha visto afectada por falta de materia prima y, por ende, la heladería ha permanecido cerrada al público por varios días. De los 26 sabores y las 24 combinaciones iniciales ya nadie se acuerda y el precio de una bola de helado ha subido a la cifra de 65 pesos cubanos. Sus apáticos y desaliñados dependientes parece que han olvidado las normas de cortesía y respeto al público de antaño y la limpieza apenas se limita a la recogida de las mesas y al pase de un paño húmedo, mil veces utilizado y enjuagado en una turbia agua estancada, por las rugosas y maltratadas superficies de las mesas. Hasta el famoso nombre del helado ha cambiado y sustituido por la indescriptible denominación de “Palmeto”. Nada, que de aquella grandiosa y siempre concurrida “Catedral del Helado” cubano quedó solo el clamor de sus campanas.