Siempre tuve como objetivo terminar mi carrera universitaria y empezar a trabajar antes de contraer matrimonio y felizmente, mi novia, que fue mi compañera de estudios por 5 largos años, nunca tuvo ninguna objeción y compartía mis criterios, por lo que, como esas metas previas ya las habíamos cumplido, decidimos casarnos en el tercer mes del año de 1981. Como otros tantos jóvenes de mi generación, sabemos que este proceso era todo un ritual, muy común para todos, el cual de una forma u otra debíamos afrontar, y justamente comenzaba cuando la pareja de novios decidía casarse y concurría al notario para dar la llamada “Primera firma”. Con este paso, empezaba la odisea.
En nuestro caso, este primer acto lo realizamos en el famoso “Palacio de los Matrimonios”, ubicado en el Paseo del Prado esquina a la calle Ánimas, en el Municipio capitalino de la Habana Vieja, siendo en esa época el lugar más popular para casarse en La Habana.
El “Palacio de los Matrimonios” de Prado fue inaugurado el 15 de febrero de 1914 para acoger al Casino Español de La Habana que era, al igual que el Centro Gallego y el Centro de Dependientes, uno de los más famosos clubes sociales españoles que había en La Habana a principios del siglo XX. Esta majestuosa edificación, de estilo ecléctico, contaba de tres pisos, con una fachada en piedra, un amplio portal público y balcones corridos en la primera planta y otros individuales en el segundo piso. En 1961 el Gobierno Revolucionario, como ocurrió con todo, “nacionaliza” el Casino Español y lo convierte en Casa de Cultura y sede del Sindicato de Artes y Espectáculos. Cinco años más tarde, la edificación es asignada al Ministerio de Justicia y reconvertida en “Palacio de los Matrimonios”.
Después de salir más o menos airosos de todas estas tribulaciones, por fin llegaba el día de la ceremonia nupcial; en mi caso, fue en el “Palacio de los Matrimonios” de Prado, aunque existían en la ciudad catorce instituciones de este tipo distribuidas en diferentes Municipios. Este trascendental acto también se convertía en todo un suplicio debido a la fatigosa tarea de captación de las tradicionales e interminables fotos, tomadas en cada uno de los espejos de los salones, en la escalera, sentados en las lujosas butacas, parados en unión de los padres, los abuelos, los tíos, el hermanito o la hermanita, mirándose de frente, uno detrás del otro y en otras muchísimas poses que sería imposible citar. Seguidamente, después de que los novios se sentaran ante su mesa, estaba la obligada y extensa alocución del notario por casi treinta minutos en el majestuoso salón, donde les hacían participe a los novios y a todos los presentes de todos los artículos, epígrafes e incisos del código matrimonial vigente, a los cuales, sin lograr entenderlos bien, los novios tenían obligatoriamente que asentir, firmando seguidamente el acta matrimonial (la “Segunda firma”) conjuntamente con los testigos, y por último, no podía faltar el concebido beso a la novia, donde el novio, un tanto nervioso y apresurado, tenía que abrirse paso entre el velo, la tiara, las flores y el acentuado maquillaje para poder llegar a los labios de la novia, todo esto, ambientado por una gran algarabía de los presentes. A continuación, venían los abrazos y besos, acompañados de furtivas lágrimas, de las madres, tías y abuelas y los efusivos apretones de mano del resto de los familiares y amigos, no sin que antes le dijeran al oído a los ya recién casados, alguna que otra broma picaresca.
A la salida del Palacio, a los desposados les esperaba el esplendoroso auto matrimonial adornado con flores, cintas, globos y alguna que otra bulliciosa gangarria, el cual les haría un extenso recorrido por las principales calles de la zona, sonando estruendosamente el claxon, antes de llegar a la casa parental donde se efectuaría el “pique” (fiesta) con los familiares y amigos más allegados. En realidad, esta fiesta, organizada fundamentalmente por los padres de los novios, los que menos la disfrutaban eran precisamente los novios pues, al llegar a la casa, comenzaba para ellos otro gran agobiante proceso. Encerrados en un cuarto, empezaba el profuso cambio de ropa, principalmente de la novia, la cual entre foto y foto y sudando copiosamente, sacaba a relucir todo el esplendor de su más selecto vestuario, tras seguir las instrucciones de las más extravagantes posiciones exigidas por el fotógrafo. Teniendo antes que sufrir más de una broma pesada por parte de los ya embriagados amigos y familiares, los recién casados, por fin, llegaban al anhelado momento de su partida, que por lo general sucedía justo a la mitad de la fiesta, y finalmente, entre lágrimas, sollozos, abrazos y apretones de mano, lograban escabullirse hacia el auto que los llevaría al hotel. En nuestro caso, fue mi querido primo hermano quien nos condujo en su entonces flamante y moderno auto Fiat al hotel Habana Riviera, que fue el lugar que nos asignaron para que pasáramos nuestra “Luna de Miel”. Al dejarnos en el hotel y después de realizar el obligado chequeo de entrada en la carpeta, nos dirigimos a nuestra habitación en el piso 17, donde, para sorpresa nuestra, nos esperaba una elegante mesa servida con la cena de recibimiento, la cual se nos ofrecía como cortesía del hotel como recién casados. A la mañana siguiente, ya repuestos de nuestro agotamiento y del acentuado estrés de los días previos a la boda y después de disfrutar de un abundante y sabroso desayuno en la habitación, nos dirigimos con nuestra infaltable camarita rusa de rollo de 135 milímetros, a la piscina, al bar y a los alrededores del hotel a dejar constancia de nuestra relevante presencia a través de la toma de innumerables fotos.