Capítulo XXVIII: Un Magno Compromiso

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Entrada a la CUJAE



Las aspiraciones de la gran mayoría de los jóvenes de mi generación eran las de alcanzar un título universitario, quizás porque desde muy temprana edad nuestros padres nos impulsaron a lograr un desafío que muchos de ellos no pudieron cumplir en su juventud, quizás porque en los primeros años de la Revolución, el gobierno promovió una apertura total a las aulas universitarias por la carencia de profesionales, producto de su éxodo masivo, huyendo de las arbitrariedades del régimen, o tal vez, porque nos habíamos acostumbrado a continuar disfrutando de la maravillosa vida de estudiantes que habíamos llevado hasta ese momento, sin tantas preocupaciones ni ocupaciones. Es justo mencionar que, aunque habíamos tenido hasta entonces más o menos las mismas oportunidades, no todos los jóvenes podían cumplir sus aspiraciones y muchos de ellos quedaban detenidos en ese largo camino académico por diferentes motivos, algunos muy justificados y otros no tanto, como es el caso de mi buen amigo que, inexplicablemente, nunca logró salir del noveno grado. Lo cierto es que, al culminar exitosamente mi enseñanza preuniversitaria, fui ubicado, por mis buenos resultados docentes, en las primeras posiciones de un escalafón que se llevaba entonces en ese tipo de enseñanza para poder optar por alguna carrera universitaria. Hasta muy poco tiempo antes de tomar mi decisión definitiva, siempre había soñado y expresado mis deseos de estudiar Medicina. Sin embargo, llevado por el embullo de acompañar y seguir estudiando junto a algunos amigos y una novia que tenia en ese momento, escogí como primera y única opción la carrera de Ingeniería Industrial, de la cual, debo confesar, solo conocía el nombre. Esto causó algún desconcierto en mis asombrados padres y en muchos conocidos que estaban al tanto de mis antiguas aspiraciones, pero al final, todos se acostumbraron a mi nueva y sorpresiva idea y con esto, comenzó a andar mi gran compromiso, el de lograr graduarme, después de cinco años de un largo y espinoso camino, no carente de dificultades, como un flamante ingeniero y poder entregarle el título a mis padres, quienes se sentirían extremadamente orgullosos de mí. Este desafío empezaba, primeramente, por el hecho de tener que cursar esta carrera en la única institución de estudios superiores que tenía la capital donde se estudiaban las carreras de tecnología, localizada bien alejada del centro de la ciudad, la muy renombrada Ciudad Universitaria José Antonio Echeverría, o como más comúnmente se le conocía, la CUJAE.



Vista de la CUJAE


La CUJAE fue inaugurada el 2 de diciembre de 1964 en un amplio terreno muy próximo al antiguo central azucarero “Toledo”, renombrado después como “Manuel Martínez Prieto”, en Marianao, La Habana. En esta magna instalación se situó la Facultad de Tecnología, adscrita a la Universidad de La Habana, que estaba integrada por seis Escuelas: Ingeniería Civil, Ingeniería Eléctrica, Ingeniería Industrial, Ingeniería Mecánica, Ingeniería Química y Arquitectura. Aunque la instalación fue inaugurada en esa fecha, los trabajos constructivos aún no estaban totalmente concluidos y prosiguieron por muchos años después, al no tener la prioridad inicial que se le habían dado.


Una de las mayores dificultades que enfrenté inicialmente al tomar mi definitiva decisión fue lograr el acceso al centro, ya que en el momento que matriculé mi primer año de ingeniería, solamente existía una ruta de ómnibus que comunicaba el centro de la ciudad con la CUJAE, la ruta 84, que tenía su salida desde el Vedado y demoraba casi 45 minutos en llegar a su destino, contando con un reducido parque de vehículos marca Girón de fabricación cubana. Es fácil imaginar, que resultaba diariamente una gran heroicidad hacer la enorme fila para tomar el ómnibus, tener la suerte de poder abordarlo, realizar el enorme recorrido desde el Vedado hasta la CUJAE, casi siempre de pie o colgado de una de las puertas del ómnibus, y poder llegar a tiempo al primer turno de clase que comenzaba a las siete y treinta de la mañana.



Omnibus


Una vez alcanzada la primera meta, de llegar antes del comienzo del primer turno de clases o definitivamente, conformarnos con empezar en el segundo, otro de los problemas cruciales a enfrentar era que debíamos permanecer en el centro hasta por la tarde porque teníamos dos sesiones de clases y, por ende, teníamos que satisfacer nuestras necesidades alimenticias ¿Dónde? Bueno, esto realmente era otro gran reto, pues, en toda el área que comprendía la instalación solo existía una muy modesta cafetería, que había quedado como remanente de las facilidades que tenían los constructores del centro y que ahora se había convertido en el único “oasis” salvador de los miles de estudiantes que diariamente concurrían a recibir sus clases. Como es de imaginar, muchas veces nos teníamos que pasar el día entero “en blanco”, o en el mejor de los casos, con un mísero pan con pasta y un refresco de esencia de fresa.



Pan

Vaso

Por último, al final de la tarde, cuando ya nos encontrábamos totalmente exhaustos de una muy movida clase de Educación Física o de un entrenamiento en el terreno orientado por uno de los profesores de la recién inaugurada Cátedra Militar, debíamos enfrentarnos a nuestro más incierto desafío ¿Cómo regresar nuevamente a nuestras casas? Poder abordar un ómnibus a esa hora de la tarde era prácticamente imposible, puesto que lejos de conformarse una fila en la única parada aledaña al centro, lo que se presentaba día tras día era tener que enfrentarse a una enorme y amorfa multitud de personas, estresadas y hambrientas, ávidas por abordar el ómnibus de cualquier forma posible. Muchas veces, terminábamos la jornada caminando el kilómetro y medio que separaba la CUJAE de la Avenida Rancho Boyeros, pero allí no terminaban nuestras dificultades, porque teníamos que tratar de acceder después a alguna de las pocas rutas de ómnibus que venían de la Terminal de Santiago de las Vegas con destino a algún punto de la ciudad, lo que era también un enorme desafío.


De Lunes a Viernes, semana tras semana, mes tras mes y año tras año, nuestra agitada vida de estudiantes universitarios estaba programada y limitada a levantarnos a las cinco y treinta de la mañana para llegar temprano al centro de estudio, pasar tremenda hambre durante todo el día y regresar después de las ocho de la noche a nuestras casas totalmente agotados. Y además de estos pequeños e insignificantes detalles descritos anteriormente, debíamos cursar un promedio de diez complejas asignaturas en cada año y aprobarlas todas con buenas notas para poder honrar el magno compromiso que hicimos con nosotros mismos y con nuestros amados padres - algo verdaderamente heroico -.


Otro dato curioso era que, en los momentos de mayor actividad del central azucarero, cuando estaba en plena zafra, los estudiantes que se encontraban en los edificios más cercanos al ingenio, como los de mi Escuela de Ingeniería Industrial, debíamos soportar y respirar un aire completamente contaminado por las cenizas de la quema del bagazo utilizado como fuente de energía para mover su pesada maquinaria y en otras ocasiones, sufrir el ruido estridente provocado por la limpieza de sus calderas.



Central

Escuela


A pesar de todos estas calamidades, guardo muy gratos recuerdos de mi estancia en aquella ciudad universitaria que, estoy seguro, contribuyó a reafirmar gran parte de mi personalidad y carácter, donde tuve muy buenos profesores y excelentes compañeros de estudio y donde confieso, también pasé muy buenos ratos amorosos en aquellas frías noches de invierno, donde nos tocaba hacer guardia “voluntaria” en el centro y para poder resguardarnos del álgido clima y en otras ocasiones de los inclementes mosquitos, nos escurríamos furtivamente en los obscuros locales de los laboratorios que, en aquellos momentos, todavía estaban en construcción.


Doy casi por seguro, que los jóvenes de hoy en día que cursan sus estudios en la CUJAE encontraran algo extraño este relato, pero les aseguro que está estrictamente basado en hechos reales, apoyado en mis propias vivencias y en una historia que muchos desearían que no fuera contada.



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