A través del puerto del Mariel, 125.000 cubanos dijeron adiós al yugo comunista y en abarrotadas embarcaciones, piloteadas o enviadas por compatriotas exiliados, llegaron a Cayo Hueso, Estados Unidos, que en ese momento estaba bajo la presidencia de Jimmy Carter, a recomenzar sus vidas en la "tierra de la libertad". Esta célebre frase aún la suelen repetir con orgullo los protagonistas de aquella inmensa epopeya. Pero no fue nada fácil enfrentar aquel desafío.
Alentados por la histeria y frustración del máximo líder de la Revolución y sus serviles seguidores, las turbas progubernamentales cometieron atrocidades con todos aquellos que habían decidido emigrar para encontrar una vida mejor. A muchos los atacaban en la calle o en sus casas con cabillas ocultas en periódicos, con palos y bates de beisbol, ocasionándoles muchas veces graves heridas. A otros les arrojaban huevos, piedras o los embadurnaban con pintura, en una triste imitación de lo que hacían las hordas nazis con los judíos durante la segunda guerra mundial. A todos los tildaban de escoria y de delincuentes, lo que era proclamado por el primer mandatario y repetido como loros por la muchedumbre enardecida.
Recuerdo de mis vivencias de aquel tiempo dos tristes y penosos hechos vandálicos y de odio, que me marcaron para toda la vida. El primero, fue el caso de la mejor amiga de mi novia que vivía junto a su esposo en una casa en Nuevo Vedado que recibió la noticia de que sus padres los habían venido a buscar en una pequeña embarcación por el puerto de Mariel. A partir de este momento, sus vidas se convirtieron literalmente en un infierno, recibiendo vejaciones de todo tipo por parte de muchos vecinos de los alrededores, alentados y guiados por las organizaciones políticas y de masas de la zona. Les cortaron el servicio eléctrico y el agua; no los dejaban salir de su casa, amén de recibir andanadas de huevos y piedras y al esposo de la muchacha le propinaron senda paliza. Muchas de estas personas llenas de odio y rencor, nunca tuvieron el suficiente valor ni el coraje de enfrentarse a sus actuales víctimas directamente y aprovechaban oportunistamente el empuje y la confusión de la inmensa turba para cometer estos atropellos, demostrando su cobardía. El segundo caso que conocí muy de cerca fue el de un profesor de física de la CUJAE, que era tildado de muy estricto y esquemático en su comportamiento, casi rayando en la intransigencia y que había afectado directamente a muchos estudiantes durante su larga trayectoria docente en el Centro de estudios. Pues bien, se filtró la noticia que al famoso profesor lo habían venido a buscar por el Mariel. De inmediato, se agrupó una enorme multitud de personas en la escalinata que da acceso a la institución, armados de cabillas y robustos trozos de madera y portando pancartas y carteles muy ofensivos alusivos al maestro, y bajo la dirección de los Secretarios generales del Partido Comunista y de la Unión de Jóvenes Comunistas, partieron llenos de odio y sedientos de venganza hacia la casa del profesor que se encontraba cerca del lugar. Según me contaron después, al nombrado profesor lo arrastraron fuera de su casa, lo hicieron caminar de rodillas con un cartel acusatorio en el cuello, lo embadurnaron de pintura, mientras lo golpeaban salvajemente y le gritaban cientos de insultos e improperios. Y en los dos casos narrados, los motivos eran los mismos, la justa decisión personal de aquellos individuos de querer abandonar el país por no estar conforme con la doctrina del régimen y querer abrirse nuevas perspectivas para mejorar su vida y la de sus familias.
Aunque el dirigente revolucionario, al abrir las puertas del Mariel, prometió que no habría represión, sí fueron miles los cubanos a quienes en soberbios actos de repudio les tildaron de delincuentes y escoria, sufrieron maltratos psicológicos y penosas vejaciones de todo tipo. El régimen, en represalia a la no esperada respuesta del pueblo, desató una ola de odio y explícita violencia en la que vecinos y hasta algunos familiares de quienes manifestaron su deseo de irse del país les gritaron todo tipo de ofensas, pintarrajearon sus casas con improperios y palabras obscenas, les lanzaron huevos y piedras y golpearon a tal punto, que hubo quien resultó gravemente herido.Todo por el simple hecho de no querer seguir soportando el comunismo y querer abandonar la isla.
Durante el transcurso de este éxodo masivo, el astuto dirigente cubano trató, como era su costumbre, sacarle provecho a la situación. Aprovechando la confusión e intempestiva coyuntura, comenzaron a “rellenar” las embarcaciones que llegaban al Mariel en busca de sus familiares con delincuentes, antisociales, vagabundos y enfermos mentales, sacados de hospitales y cárceles o algunos que estaban pendientes de juicio y de recibir sentencia por algún delito cometido antes. De hecho, se afirma que de los 125.000 refugiados que entraron en Estados Unidos en el éxodo marítimo, se calcula que entre 16.000 y 20.000 eran delincuentes o "indeseables”. Es por ello, que al hacerse pública esta situación, el término "marielito" para referirse a los cubanos llegados a Estados Unidos durante ese período, se convirtió en un insulto. Pero quedó demostrado después que esto estaba bien lejos de la verdad. La gran mayoría de los "marielitos" no eran criminales ni escoria social como despectivamente quería nombrarles el jefe del régimen cubano, sino ávidos trabajadores y gente sencilla de pueblo en busca de progresar y encontrar una mejor situación para sus vidas y un futuro decoroso para sus hijos y rápidamente se integraron a la comunidad.
Conozco de un caso muy cercano que corrobora esa última afirmación. Un buen amigo mío que vivía muy cerca de mi vivienda en La Habana Vieja era mi compañero de estudio de ingeniería en la CUJAE y tenía algunas cuentas pendientes con las autoridades, por tráfico de dólares, lo cual en ese tiempo constituía un delito, y por compra de ropa a los extranjeros para su consumo y para revenderla, lo que también era penado por la ley. En el año 1980, ambos nos encontrábamos cursando el último año de la carrera y solo faltaban pocos meses para graduarnos. Cuando ocurrieron los acontecimientos del Mariel, una noche se parqueó en los bajos del apartamento de mi amigo un ómnibus cerrado y unos agentes uniformados tocaron a su puerta con una orden expresa de llevárselo detenido a cumplir sus causas pendientes con la justicia o de lo contrario, transportarlo en el mencionado ómnibus con destino al puerto de Mariel. Y de esta forma fue como mi buen amigo se vio de pronto rodeado de una gran aglomeración de personas en una pequeña embarcación que había sobrepasado por mucho su capacidad y que, sin él preverlo ni nunca haberlo pensado, lo llevaría a una tierra desconocida para enfrentarse a un destino totalmente inédito, convirtiéndose de hecho y automáticamente en un “marielito”. Mi amigo, tuvo que pasar muchas vicisitudes antes de poder salir adelante, primeramente, fue confinado en un enorme campamento de refugiados por unos meses, donde muchas personas como él se enfrentaban a un futuro incierto. Por fin, al cabo de un largo tiempo de soportar aquella precaria vida, un familiar lejano se hizo cargo de él y después de cumplir los imprescindibles procedimientos, pudo llevárselo y acogerlo en su casa. Inmediatamente comenzó a trabajar en lo que pudo, combinándolo con el estudio del idioma inglés y ya al cabo de un año encontró un mejor trabajo en una exitosa compañía y atendiendo a su mejor situación económica, pudo abandonar la casa de su pariente, rentar un apartamento y formar una familia. Unos años después, pudo instaurar su propio negocio, sus hijos pudieron estudiar una carrera universitaria y su vida se vio colmada de felicidad y prosperidad, integrándose completamente a la comunidad que lo acogió gentilmente desde el primer momento de su llegada a la “tierra de la libertad”. Como este caso hubo muchos, los habían montado en un bote, propiedad de unos desconocidos, y sin conocer apenas el destino, los habían desembarcado en Cayo Hueso. No habían venido por su propia voluntad, los habían traído a la fuerza.
Aunque aquella situación lo había tomado desprevenido y se resistió al principio, el presidente Jimmy Carter puso sus principios humanitarios por delante de los políticos y declaró en un discurso el 5 de Mayo: “… Continuaremos brindando un corazón y brazos abiertos a los refugiados que buscan liberarse de la dominación comunista …”. Hay que reconocer que la administración Carter tuvo realmente una política de brazos abiertos en lo que respecta a los cubanos inmigrantes. A estos cubanos se les concedió de inmediato la condición de refugiados y todos los derechos asociados, pudiéndose integrar de inmediato a la sociedad.
Para la ciudad de Miami, los “marielitos” fueron en última instancia una ganancia; con su espíritu emprendedor y sus ansias de prosperar, aquellos hombres y mujeres revitalizaron la ciudad y contribuyeron con sus iniciativas y aportes en casi todos los sectores de la comunidad, desde las artes, la culinaria, hasta la formación y crecimiento de pequeñas empresas. Muchos de ellos obtuvieron títulos universitarios y de posgrado, se hicieron abogados, profesores, médicos e ingenieros. Se estima que más del 50% de los exiliados que llegaron por el Mariel finalmente se establecieron en Miami, lo que implicó un aumento del 7% en la fuerza productiva de la ciudad y un apreciable crecimiento económico.
Como es lógico entender, hubo períodos de ajuste y adaptación de los recién llegados, momentos en que parte de la antigua comunidad generacional del exilio mostró su recelo y algunos pocos individuos recalcitrantes se les opusieron, y la etiqueta de “marielitos” durante un tiempo tuvo una connotación negativa. Pero debido a su excelente comportamiento y a lo que pudieron demostrar con hechos concretos con el transcurso del tiempo, al convertirse en miembros destacados de la sociedad, eso dejó de existir definitivamente. De hecho, años después el apelativo de “marielito” era motivo de orgullo y se llevaba como una medalla.
El puente marítimo concluyó por mutuo acuerdo entre los gobiernos de la Habana y Washington el 31 octubre de 1980, cuando soldados cubanos ordenaron a los últimos 150 barcos que estaban anclados en el puerto de Mariel que lo abandonaran sin pasajeros. Miles de personas que esperaban por embarcar vieron en ese momento desvanecerse la esperanza de dejar atrás el comunismo. Pero para aquellos 125.000 que lograron desembarcar en Cayo Hueso, el haber logrado escapar del comunismo e instalarse en el “país de la libertad” fue el mayor éxito que podían haber imaginado alcanzar en sus vidas.
El saldo final del éxodo del Mariel fue que 125.000 cubanos salieron del país con destino a la libertad (aproximadamente el 1,3 % de la población, según censo realizado por la Oficina Nacional de Estadísticas cubana en 1981), cifra que superó con creces el anterior éxodo de Camarioca en el año 1965, en que salieron de la isla aproximadamente 5.000 personas.
Aquellos dramáticos acontecimientos del Mariel jamás se borraron de la mente de los cubanos porque representaron una pérdida de la inocencia política. Después de escuchar durante muchos años la propaganda acerca de la enorme bondad y significativa solidaridad humana del socialismo, amanecieron un día de abril de 1980 en una especie de ciudad embrujada, donde una horda de salvajes sin conciencia y sin escrúpulos apedreaba y humillaba a sus vecinos, simplemente por el hecho de que estos habían decidido ejercer su legítimo derecho de abandonar el país y alcanzar una vida mejor.
Los sucesos del Mariel demostraron que aquella utopía celosamente guardada por el líder de la Revolución tenía profundas grietas. El dirigente revolucionario creía realmente que contaba con el apoyo del pueblo y terminó descubriendo, paradójicamente, que estaba completamente engañado por su propia propaganda comunista y por la complacencia de sus más cercanos colaboradores. La historia se repetía, demostrándose una vez más que nada ni nadie puede detener el ansia de libertad de un pueblo, cuando este toma la irreversible determinación de hacer cumplir sus sueños.
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