Yo tuve la inmensa suerte de conocerlo en sus andanzas por la calle
Prado, disertando sobre filosofía, religión o política, rodeado de una nutrida audiencia, a la que saludaba muy cortésmente en cada ocasión, y supe que no
siempre fue un demente andariego, deambulando solitario por las principales
calles de la Habana con su raída capa negra y su carpeta, donde guardaba muy
celosamente viejos documentos y periódicos, así como tarjetas pintadas, plumas y lápices
adornados con hilos de colores que el mismo confeccionaba, los que regalaba muy
amablemente a sus curiosos oyentes cuando terminaba sus tertulias, al recibir de
estos alguna modesta donación, pero sin jamás pedirles ninguna limosna. Nadie
sabe a ciencia cierta como obtuvo el apodo de “El Caballero de París”, al
parecer era por la homología de la Acera del Louvre de París y el Paseo del
Prado habanero, lugar preferido por él en sus continuas caminatas, o tal vez
era por las fantásticas historias acerca de “caballeros andantes” que algunas
veces narraba a su paso por la ciudad, por las cuales se fue ganando el afecto y
la admiración de muchas generaciones de cubanos.
“El Caballero de París”,
cuyo verdadero nombre era José María López Lledín, nació el 30 de diciembre de
1899 en la aldea de Vilaseca, de la provincia gallega de Lugo, en España y al
igual que muchos gallegos, huyendo de la pobreza, emigró a Cuba acompañado de
parte de su familia en diciembre de 1913. Al llegar a la Habana, hizo de todo
para ganarse la vida, pero lo más relevante fue que trabajó como ayudante en
una librería y escribano en un bufete colectivo y de forma autodidacta y
demostrando una gran perseverancia, adquirió una significativa cultura y
excelentes modales, lo que le permitió, años después, trabajar como sirviente
en muchos de los más importantes hoteles habaneros de la época. En 1920, sin
que nadie supiera a ciencia cierta lo ocurrido, fue arrestado y conducido a la
siniestra prisión del “Castillo del Príncipe” y al parecer su mente no pudo
resistir este impactante hecho, al siempre considerar esto como una inmensa
injusticia y declararse inocente de un delito que realmente no había cometido. Estando
en la cárcel, comenzó a padecer de parafrenia, una
enfermedad poco común considerada como una forma de esquizofrenia, y en su
delirio, pronunciaba extensos y poco coherentes discursos y se presentaba como rey o
caballero. Al ser puesto en libertad en 1934, su apacible vida anterior cambió
bruscamente y empezó a pernoctar y deambular por las calles de la ciudad, con
su largo cabello desaliñado, su enmarañada barba y su capa negra, siempre
portando una carpeta bajo su brazo y deteniéndose para dar sus discursos a los transeúntes,
que se paraban extasiados a escucharlo, al interesarse cada vez más por sus no tan disparatadas
alocuciones.
En 1977, fue internado en el Hospital Psiquiátrico de Mazorra, donde estuvo
durante varios años adoleciendo de una precaria salud, hasta su deceso, ocurrido el 11 de
julio de 1985, a los 86 años. Fue sepultado en el cementerio de Santiago de las
Vegas en La Habana, pero sus restos fueron exhumados después y trasladados al
Convento de San Francisco de Asís, donde se encuentran desde entonces. Justo a
la entrada de esta institución, fue erigida una bella escultura de bronce, haciendo
perpetuar su memoria. De esta forma, quedó para siempre en el recuerdo de los
habaneros uno de los “locos” más cuerdos jamás conocidos que recorrieron las
calles de la ciudad – “…yo soy el Caballero de París, nací en una ciudad
antigua que ustedes no conocen, pero los invito a imaginar que tuvo murallas,
palacios y castillos …”.
Sorprendiendo a los habaneros con una elegante e impecable caligrafía,
realizada con una simple tiza, tapizaba las paredes de la capital con su
peculiar apelativo, otro de los más famosos personajes citadinos de la época, “El
Chori”.
Silvano Shueg Hechevarría, "El Chori", nació el 6 de abril de
1900 en la provincia de Santiago de Cuba y llegó a La Habana en 1927. Hizo su
debut en la Academia de baile Marte y Belona y de ahí, se trasladó hacia las
playas de Marianao donde, con su pañuelo rojo y una cruz de madera colgada del
cuello, interpretaba sus estridentes canciones, con una voz gruesa, ronca,
gastada y profunda, al compás de sus timbales, botellas de agua, sartenes y otros
extraños instrumentos. Sus temas eran tan excéntricos como lo era su figura y
llevaban nombres tales como “La Choricera”, “Hayaca de maíz”, “Frutas del caney”,
“Enterrador” y otros. Muchos de sus shows fueron disfrutados por figuras relevantes tales
como: Agustín Lara, Cab Calloway, Gary
Cooper, Toña la Negra, Berta Singerman, Errol Flynn, Ernest Hemingway, María
Félix, Imperio Argentina, Josephine Baker, Pedro Vargas y Marlon Brando, a
quienes les sorprendía más este espectáculo que los que se brindaban en los
fastuosos cabarets Tropicana, Sans Soucí y Montmartre. Falleció en abril de
1974 en un viejo caserón solariego de La Habana Vieja, donde vivía abandonado,
solamente acompañado por un pequeño altar de Santa Bárbara. Como otras tantas
veces, después de su triste muerte, no fue tomado en cuenta ni obtuvo el reconocimiento que merecía por su
innegable genialidad como músico y su inmenso carisma como figura del espectáculo.
Una famosa canción de la
Orquesta Aragón de la década de los años 50 inmortalizó a otro muy afamado personaje de La Habana de aquellos tiempos – “… pican, no pican / los tamalitos
que vende Olga …” -, “Olga la tamalera”.
Olga Moré Jiménez nació el 23 de mayo de 1922 en el poblado de Cruces,
provincia de Cienfuegos y en 1949 se trasladó para La Habana y comenzó a vender
tamales en la muy concurrida esquina de las calles Prado y Neptuno. La calidad
de este típico manjar cubano, consistente de una mezcla de maíz molido, carne
de cerdo y varias especias, elaborado con inigualable magia por esta peculiar mujer,
la hizo rápidamente muy popular y fue la inspiración del popular chachachá
“Olga la tamalera”, un éxito musical que se mantuvo durante mucho tiempo en la
preferencia de los oyentes y bailadores del país y otras partes del mundo.
Según ella misma aseguraba, “... la única negra que vendió tamales en
las calles en esa época fui yo ...”, por lo que fue bautizada por todos como
“Olga La Tamalera”, y con ese mote, quedó para siempre grabada en la memoria popular. Esa
fue la manera más honrada que concibió aquella humilde mujer para ganarse la
vida, pagar el alquiler del pequeño cuarto donde vivía en la calle Figuras entre
Manrique y Tenerife y cuidar de sus pequeños hijos,
comenzando su faena muy temprano en las mañanas de cada día, durante todos aquellos convulsos años de la década de los 50, actividad que continuó ininterrumpidamente por
muchos años más después del triunfo de la revolución. Vendía sus tamales a 10 centavos cada uno, pregonándolos en las calles, o a 25 centavos la unidad, si se los pedían con anticipación para bodas, cumpleaños u otras festividades, siendo muy
demandados en todos los casos, y de esta forma, sin preverlo, ni jamás imaginarlo, se convirtió
en uno de los personajes más famosos en La Habana y hasta fuera de Cuba, donde muchas
personas obtuvieron su referencia y acudieron a las puertas de su casa para
probar sus deliciosos tamales.
Recuerdo también otros personajes que se hicieron famosos en La Habana,
aunque nunca a la altura de los mencionados anteriormente, como “La China”, con sus
siempre ocurrentes dicharachos llenos de doble sentido y picante humor cubano, su
cara embadurnada de colorete y boca pintada de un rojo brillante, que deleitaba
a los usuarios que tomaban los ómnibus de muchas rutas populares de la capital con
sus divertidas ocurrencias. Cuentan que esta simpática mujer perdió su cordura
al ser una de las “siquitrilladas” por el gobierno, cuando fueron confiscadas las
propiedades de su familia a inicio de los 60. Otro icónico personaje que transitaba incansablemente por las calles de la ciudad se hacía llamar “Juan Charrasqueado”,
en referencia a un famoso corrido mexicano de la época, quien deleitaba a todos los que lo conocieron vistiendo un atuendo que, más que a un
charro mexicano, se parecía al de un legendario cowboy del oeste norteamericano, con sus dos revólveres de
fulminante a cada lado de la cintura y su amplio sombrero tejano; a este curioso personaje se le podía
ver en muchas ocasiones, en compañia de “El Caballero de París” y otros nada
cuerdos contertulios, en el Club de los Noctámbulos, un renombrado centro
nocturno, propiedad de un asturiano, ubicado en la calle Teniente Rey. En 1980, utilizando
el puente marítimo del Mariel, “Juan Charrasqueado” fue enviado a Miami, empleando
aquella coyuntura inusual, aprovechada premeditadamente por el gobierno para
limpiar las cárceles de peligrosos delincuentes y los hospitales de personas
con problemas mentales irreversibles, así que, sin poderlo comprender nunca, el
lunático charro habanero fue montado en uno de aquellos abarrotados barcos y
convertido involuntariamente en exiliado. Por último, mencionaré a “La Marquesa”,
personaje contemporáneo con “El Caballero de París”, cuyo verdadero nombre era Isabel Veitía, que se paseaba por el
Parque Central y por otros lugares emblemáticos de La Habana vistiendo con suma
extravagancia para llamar la atención de los curiosos transeúntes y los asombrados
turistas, a quienes les narraba múltiples cuentos de doble sentido, cargados de humor y
picardía. Usaba un simpático sombrerito con un velito de tul que cubría parte
de su cara, acompañándolo con unos brillantes zapatos dorados y numerosas
prendas de fantasía barata y en sus brazos siempre colgaba una pequeña cartera
de charol. Al terminar sus chispeantes cuentos y después de un caluroso aplauso, “La Marquesa” no aceptaba de
sus oyentes simples “peseticas” sino billetes, porque según decía “… el
sonar de las monedas hería sus delicados oídos …”.
Estos sorprendentes personajes, verdaderos íconos de la ciudad de La
Habana, forman parte de los recuerdos de mi juventud y no sería justo dejar de
mencionarlos en mis vivencias, quizás haciéndolo con un poco de tristeza al recordar su desdichada y errática vida, pero siempre aludiendo a ellos con mucho cariño y respeto. Aquellos “locos” que decían
tantas y tantas verdades – muy coherentes, por cierto -, entre chiste y chiste, introducían alguna muy sutil crítica sobre algún problema acuciante del momento, o hacían alusión de forma indirecta y burlesca a algún conocido "personaje" de la cúpula del gobierno, lo que provocaba hilarantes carcajadas de los presentes, sin
preocuparse por las consecuencias que les podían acarrear estas manifestaciones y tras soportar valientemente las incisivas miradas de los agentes
del orden público o de otros acérrimos simpatizantes del gobierno. Todos ellos fueron siempre muy admirados y eran considerados por los habaneros, que los adoraban, como “los locos
más cuerdos de Cuba”.
Continuación: Parte 2