La Nacionalización de las Entidades Privadas Cubanas Después del Triunfo de la Revolución (Parte 1).
En algunas ocasiones
– ¡cuánto las disfrutaba! – mi padre me
llevaba a su trabajo a pasarme el día con él y cómo era extremadamente preocupado
por cumplir con los horarios, siempre seguía la misma rutina, repetida día tras
día y año por año. Se levantaba a las cinco de la mañana, se aseaba e
inmediatamente recogía los dos pomos de leche fresca que depositaban en la puerta
de la casa los lecheros y los llevaba para la cocina, donde mi madre lo
esperaba para preparar el desayuno. Lo primero que hacía mi madre era poner a
hervir la leche y el imprescindible café mañanero, el que después colaba en el tradicional
colador de embudo, que era muy común en esa época en la mayoría de los hogares
cubanos.
Cuando estaba todo listo y después de tomarse su tacita de café, mi
madre iba con mi jarrito de café con leche a despertarme a mi camita que se
encontraba en su cuarto e inmediatamente que me lo tomaba, se disponía a
prepararme para que estuviera listo a la hora de la partida, que siempre debía
ser, ni un minuto más ni un minuto menos, a las seis en punto de la mañana.
De la mano de mi padre, bajábamos las escaleras y caminábamos las tres
cuadras y media que nos separaban de los muros de la Terminal de trenes en la
calle Arsenal y allí nos ubicábamos en la parada de la ruta treinta y dos, que
nos llevaría hacia la zona de Miramar, donde estaba el trabajo de mi padre. A
las seis y treinta en punto arribaba el flamante ómnibus General Motor, al que
accedíamos de forma muy organizada y respetuosa, montando por este orden, las
damas, los ancianos y los mayores con niños primero y a continuación los caballeros.
El costo del pasaje desde la Terminal de trenes hasta el paradero de Miramar
era de ocho centavos por persona y los niños pequeños no pagaban, y este era
recaudado por el conductor, quien recogía el dinero, lo depositaba en su
cinturón que tenía varios compartimientos, entregaba un vuelto si era necesario
y le daba a cada pasajero un boleto, el cual marcaba con un ponchador, como
constancia del pago. A algunos pasajeros que tomaban este ómnibus, pero que tenían
que acceder a otro en la misma trayectoria para proseguir hacia su destino
final, les entregaba un boleto especial de transferencia, con el cual podían tomar
el otro ómnibus libre de pago.
Este ómnibus o
“guagua” era muy confortable y recuerdo que se balanceaba sobre sus
amortiguadores de un lado a otro durante todo el viaje, y con este balanceo y
el aire de sus espaciosas ventanillas, la mayoría de las veces me quedaba
dormido, hasta que mi padre me despertaba – y a veces cargaba – y tocaba una campanilla en forma de tendedera
que colgaba a ambos lados del ómnibus, para avisarle al chofer y al conductor que
nos dejaran en la parada de “La Copa” en quinta y cuarenta y dos en Miramar.
Casi siempre éramos los
primeros en llegar al conjunto de almacenes que conformaban aquel lugar, el que
se encontraba muy cerca de donde nos dejaba el ómnibus, y después de saludar a
los custodios, mi padre rápidamente se disponía a abrir todas las puertas de
los almacenes, recibir al personal que poco a poco iba llegando y posteriormente,
se dirigía a su oficina que se encontraba en el primer piso del almacén de ropa
y calzado. Esta oficina era muy pequeña y solo contaba con un buró, dos sillas
y varios archivos, repletos de carpetas, donde se guardaban todos los
documentos de control pertenecientes a los almacenes; también sobre el buró,
estaban colocados dos teléfonos, los que compartían el estrecho espacio con numerosas
pilas de papeles, libros y otros objetos diversos. En las paredes, colgaban
cuadros de antiguos y un poco más recientes héroes y mártires de la patria, un
enorme almanaque con deslucidas láminas que mostraban propagandas de productos populares
de la época y un enorme y algo maltratado reloj eléctrico. Esos almacenes también
habían sido obtenidos fruto de la radical “nacionalización” y pertenecían a la
Dirección Nacional de Becas y estaban dedicados en ese entonces a recibir,
conservar y distribuir los suministros a los becados que se encontraban
estudiando y residían en numerosas mansiones aledañas a esa zona. Pero estas enormes
naves no eran suficientes y, por lo tanto, no eran las únicas que se utilizaban
para esos menesteres.
No muy lejos de allí también se habían “nacionalizado” otras instalaciones, como parqueos, cines, pequeños y medianos comercios – y hasta una iglesia – y se utilizaban para poder almacenar los numerosos víveres y otros productos para los que ya no tenían capacidad suficiente los almacenes centrales. Como es de imaginar, todas estas instalaciones, sufrían de un descabellado maltrato y deterioro por el uso indebido que se le estaba dando y ya muchas de ellas habían perdido la belleza y el esplendor que antes las caracterizaba, para desgracia y justificado enojo de los que las conocieron.
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Continuación: Parte 3
Me gusta el detalle con el que describes y lo ameno. Me gusta.
ResponderBorrarQue interesante!!! En aquella época solo se pagaba ocho centavos los adultos y los niños nada. Que bonito conocer eso,pues no lo sabía, muchas gracias por tan valiosa información en todo este relato , muy interesante. Muchas gracias.
ResponderBorrarMuy interesante y detallado. Gracisd
ResponderBorrarExcelente recuerdo para los que no vivimos esa época gran enseñanza
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